Bajó del taxi dos cuadras antes y caminó, llevando consigo la bolsa que contenía lo prometido. Era parte del arreglo. Según lo estipulado debía llegar a pié e ingresar por la segunda entrada que daba sobre la avenida. Aunque nunca había estado dentro de la villa, la conocía por los relatos de otros colegas y lo tranquilizaba el hecho que el encuentro hubiera sido previamente arreglado. En teoría, había tomado todos los recaudos necesarios para garantizar su integridad pero aún así no podía evitar una sensación de inquietud y temor pues el lugar era sindicado como uno de los más peligrosos del conurbano. A pesar de ello, seguiría adelante con lo planeado. Había esperado mucho tiempo éste momento y no cabían renuncias ni titubeos.
Al pasar la primera entrada echó un vistazo al interior de la barriada. El camino era muy amplio y se extendía por aproximadamente unos cien metros bifurcándose luego en dos calles más angostas a derecha e izquierda. Era ésta la entrada principal y la utilizada para el ingreso de vehículos, razón por la que el piso de tierra se hallaba prolijamente cubierto por cascotes y piedra partida apisonados. Los campanas monitoreaban permanentemente el lugar e informaban a sus respectivos jefes de cualquier movimiento que allí se producía, utilizando para ello modernos equipos de comunicaciones y un sistema de claves numéricas como el usado por la policía. La segunda entrada era mucho más angosta que la primera y se hallaba ubicada casi a mitad de la cuadra. En efecto, su anchura no superaba los cuatro metros por lo que estaba destinada al ingreso peatonal.
Era notable el grado de organización que existía en la villa. Contra lo que podría suponerse, no reinaba aquí anarquía alguna y las actividades que hacían a la vida en común estaban sujetas a una serie de normas que no por tácitas dejaban de tener efectiva aplicación. El territorio estaba también claramente dividido. La zona residencial se extendía al frente, sobre la avenida, y albergaba a las familias cuyos ingresos provenían de actividades más o menos legales, cirujeo y prostitución incluídos. Luego venía el sector destinado al negocio de los autos, donde podían verse los galpones que los reducidores utilizaban como desarmaderos. Según se decía, muchos policías obtenían aquí los repuestos para sus automóviles particulares. Por último estaba la zona más peligrosa: la de los dealers de la droga, donde cada tanto aparecía algún empleado desleal debidamente escarmentado con un par de balas en la cabeza. La población se completaba con una variedad de pungas y otros delincuentes menores que operaban en barrios alejados de la villa pues les estaba prohibido hacerlo en las inmediaciones del lugar. Como sea, cada cual atendía su negocio y no se metían con los demás.
Ingresó por la entrada que se le había indicado sabiendo que no llegaría muy lejos. Efectivamente, cuando hubo caminado unos cincuenta metros vió que se acercaban dos tipos fornidos que lo miraban fijamente. Uno de ellos se quedó más atrás, el otro se acercó y preguntó sin preámbulos:
- ¿A dónde vá?
- Tengo que ver al Doctor. Me espera.- contestó, y mostrando la bolsa agregó: - Esto es para él.
El campana se acercó a su compañero y le habló por lo bajo, el otro asintió con la cabeza. El tipo volvió a acercarse y dijo secamente:
- Pase.- y señalando la esquina indicó: - Dobla a la izquierda, la cuarta casa, la que es toda blanca.
- Gracias.- respondió él y continuó su camino.
Las casillas que se sucedían a lo largo de la calle, aunque modestas, denotaban una cierta preocupación de los vecinos por darles un aspecto agradable. La mayoría eran de chapa aunque algunas otras mostraban paredes de material sin revocar y se hallaban pintadas de vivos colores. Los chicos compartían el espacio con los perros que deambulaban por doquier e interrumpían sus juegos para observar con curiosidad al desconocido, mientras los rítmicos compases de la cumbia se mezclaban cada tanto con alguno que otro tango.
Al llegar a la esquina dobló a la izquierda. La casa del Doctor destacaba de las demás de la cuadra por el hecho de ser la única pintada completamente de blanco y presentaba al frente una pequeña porción de terreno donde los yuyos crecían a sus anchas. No había reja ni alambrado, y un angosto camino de cemento conectaba la calle directamente con la puerta de entrada. Golpeó sus manos para anunciarse, pero al no obtener respuesta se dirigió hacia la casa buscando inútilmente un timbre. Por fin, cuando ya se disponía a tocar a la puerta, ésta se abrió de pronto y apareció un hombre flaco y alto, de gruesos bigotes. Aparentaba tener unos sesenta años aunque mostraba un buen estado físico, con una ancha espalda y brazos fuertes y fibrosos. La incipiente calvicie en la parte superior de la cabeza no afectaba la estética de su rostro sino más bien acentuaba su dureza, destacando la firmeza de su mirada fría y penetrante.
-¿Qué tal? Usted debe ser Coria, no? -preguntó cortésmente.
Era el Doctor. Su apodo se debía al hecho de ser un hombre instruído que contaba incluso con estudios universitarios aunque nunca había finalizado ninguna carrera, pero en el submundo en el que habitualmente se movía su educación y su clase marcaban la diferencia.
-Así es, Carlos Coria. Y usted debe ser el Doctor.- contestó él tendiéndole su mano.
-Así dicen.- dijo el otro estrechando con fuerza la mano ofrecida, y enseguida agregó: -Pero pase, pase.
Al entrar a la casa, Coria observó la presencia de otro hombre parado junto a una rústica mesa de madera.
-Perdone usted, no sabía que estaba con gente.- dijo a modo de disculpa.
-No hay problema, él ya se vá.- dijo el Doctor, y dirigiéndose al tercero agregó: -Quedamos así, llamame cuando tengas todo arreglado.
-Listo jefe, nos hablamos.- contestó el otro y se marchó.
El Doctor cerró la puerta y acercó a la mesa dos sillas plásticas de color blanco, ofreciéndole una de ellas a Coria y diciendo: -"Póngase cómodo, ya estoy con usted."
Tomó entonces un pequeño handy que había sobre la mesa y se dirigió al otro extremo de la habitación. Coria pudo escuchar que decía por lo bajo: -"Negro me copiás?", y esperó la respuesta.
Mientras ésto ocurría Coria aprovechó para echar un rápido vistazo al lugar. El ambiente era amplio y albergaba la cocina y comedor a la vez; aunque modesto, lucía limpio y ordenado. Sobre uno de los extremos una puerta de madera comunicaba con lo que probablemente fuera el dormitorio, y en el sector destinado a la cocina una segunda puerta daba a un pequeño patio donde se hallaban el baño y un gran piletón que servía de lavadero. Todo el ambiente se hallaba igualmente pintado de color blanco y el escaso mobiliario se reducía, además de la mesa citada y sus dos sillas, a un par de modulares con estantes y dos muebles bajos con puertas, uno de los cuales soportaba un pequeño televisor.
(continuará)
sábado, 6 de febrero de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)