domingo, 21 de marzo de 2010

SUEÑO

SUEÑO
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Sólo tu amor fué capaz
de rescatar la esperanza perdida
y liberar del ciego laberinto
la fibra íntima de mi alma dormida.
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Pinceladas tardías de ilusión y de alegría
en un lienzo raído y marcado por el tiempo.
Hoy sueño contigo cuando estoy despierto
y despierto en tí cuando estoy durmiendo.
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Pero no adivino cuándo estoy viviendo.
Si durante el día a tu voz llamando
o en la solitaria noche de mi lecho
a tu ausente presencia reclamando.
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He subido al Cielo y no quiero bajar
y si todo ésto apenas lo he soñado
mañana querré no haber despertado
porque ya no quiero dejar de soñar.
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©Horacio Benites

sábado, 6 de febrero de 2010

TRAGO AMARGO

Bajó del taxi dos cuadras antes y caminó, llevando consigo la bolsa que contenía lo prometido. Era parte del arreglo. Según lo estipulado debía llegar a pié e ingresar por la segunda entrada que daba sobre la avenida. Aunque nunca había estado dentro de la villa, la conocía por los relatos de otros colegas y lo tranquilizaba el hecho que el encuentro hubiera sido previamente arreglado. En teoría, había tomado todos los recaudos necesarios para garantizar su integridad pero aún así no podía evitar una sensación de inquietud y temor pues el lugar era sindicado como uno de los más peligrosos del conurbano. A pesar de ello, seguiría adelante con lo planeado. Había esperado mucho tiempo éste momento y no cabían renuncias ni titubeos.
Al pasar la primera entrada echó un vistazo al interior de la barriada. El camino era muy amplio y se extendía por aproximadamente unos cien metros bifurcándose luego en dos calles más angostas a derecha e izquierda. Era ésta la entrada principal y la utilizada para el ingreso de vehículos, razón por la que el piso de tierra se hallaba prolijamente cubierto por cascotes y piedra partida apisonados. Los campanas monitoreaban permanentemente el lugar e informaban a sus respectivos jefes de cualquier movimiento que allí se producía, utilizando para ello modernos equipos de comunicaciones y un sistema de claves numéricas como el usado por la policía. La segunda entrada era mucho más angosta que la primera y se hallaba ubicada casi a mitad de la cuadra. En efecto, su anchura no superaba los cuatro metros por lo que estaba destinada al ingreso peatonal.
Era notable el grado de organización que existía en la villa. Contra lo que podría suponerse, no reinaba aquí anarquía alguna y las actividades que hacían a la vida en común estaban sujetas a una serie de normas que no por tácitas dejaban de tener efectiva aplicación. El territorio estaba también claramente dividido. La zona residencial se extendía al frente, sobre la avenida, y albergaba a las familias cuyos ingresos provenían de actividades más o menos legales, cirujeo y prostitución incluídos. Luego venía el sector destinado al negocio de los autos, donde podían verse los galpones que los reducidores utilizaban como desarmaderos. Según se decía, muchos policías obtenían aquí los repuestos para sus automóviles particulares. Por último estaba la zona más peligrosa: la de los dealers de la droga, donde cada tanto aparecía algún empleado desleal debidamente escarmentado con un par de balas en la cabeza. La población se completaba con una variedad de pungas y otros delincuentes menores que operaban en barrios alejados de la villa pues les estaba prohibido hacerlo en las inmediaciones del lugar. Como sea, cada cual atendía su negocio y no se metían con los demás.
Ingresó por la entrada que se le había indicado sabiendo que no llegaría muy lejos. Efectivamente, cuando hubo caminado unos cincuenta metros vió que se acercaban dos tipos fornidos que lo miraban fijamente. Uno de ellos se quedó más atrás, el otro se acercó y preguntó sin preámbulos:
- ¿A dónde vá?

- Tengo que ver al Doctor. Me espera.- contestó, y mostrando la bolsa agregó: - Esto es para él.
El campana se acercó a su compañero y le habló por lo bajo, el otro asintió con la cabeza. El tipo volvió a acercarse y dijo secamente:
- Pase.- y señalando la esquina indicó: - Dobla a la izquierda, la cuarta casa, la que es toda blanca.
- Gracias.- respondió él y continuó su camino.
Las casillas que se sucedían a lo largo de la calle, aunque modestas, denotaban una cierta preocupación de los vecinos por darles un aspecto agradable. La mayoría eran de chapa aunque algunas otras mostraban paredes de material sin revocar y se hallaban pintadas de vivos colores. Los chicos compartían el espacio con los perros que deambulaban por doquier e interrumpían sus juegos para observar con curiosidad al desconocido, mientras los rítmicos compases de la cumbia se mezclaban cada tanto con alguno que otro tango.
Al llegar a la esquina dobló a la izquierda. La casa del Doctor destacaba de las demás de la cuadra por el hecho de ser la única pintada completamente de blanco y presentaba al frente una pequeña porción de terreno donde los yuyos crecían a sus anchas. No había reja ni alambrado, y un angosto camino de cemento conectaba la calle directamente con la puerta de entrada. Golpeó sus manos para anunciarse, pero al no obtener respuesta se dirigió hacia la casa buscando inútilmente un timbre. Por fin, cuando ya se disponía a tocar a la puerta, ésta se abrió de pronto y apareció un hombre flaco y alto, de gruesos bigotes. Aparentaba tener unos sesenta años aunque mostraba un buen estado físico, con una ancha espalda y brazos fuertes y fibrosos. La incipiente calvicie en la parte superior de la cabeza no afectaba la estética de su rostro sino más bien acentuaba su dureza, destacando la firmeza de su mirada fría y penetrante.
-¿Qué tal? Usted debe ser Coria, no? -preguntó cortésmente.
Era el Doctor. Su apodo se debía al hecho de ser un hombre instruído que contaba incluso con estudios universitarios aunque nunca había finalizado ninguna carrera, pero en el submundo en el que habitualmente se movía su educación y su clase marcaban la diferencia.
-Así es, Carlos Coria. Y usted debe ser el Doctor.- contestó él tendiéndole su mano.
-Así dicen.- dijo el otro estrechando con fuerza la mano ofrecida, y enseguida agregó: -Pero pase, pase.
Al entrar a la casa, Coria observó la presencia de otro hombre parado junto a una rústica mesa de madera.
-Perdone usted, no sabía que estaba con gente.- dijo a modo de disculpa.
-No hay problema, él ya se vá.- dijo el Doctor, y dirigiéndose al tercero agregó: -Quedamos así, llamame cuando tengas todo arreglado.
-Listo jefe, nos hablamos.- contestó el otro y se marchó.
El Doctor cerró la puerta y acercó a la mesa dos sillas plásticas de color blanco, ofreciéndole una de ellas a Coria y diciendo: -"Póngase cómodo, ya estoy con usted."
Tomó entonces un pequeño handy que había sobre la mesa y se dirigió al otro extremo de la habitación. Coria pudo escuchar que decía por lo bajo: -"Negro me copiás?", y esperó la respuesta.
Mientras ésto ocurría Coria aprovechó para echar un rápido vistazo al lugar. El ambiente era amplio y albergaba la cocina y comedor a la vez; aunque modesto, lucía limpio y ordenado. Sobre uno de los extremos una puerta de madera comunicaba con lo que probablemente fuera el dormitorio, y en el sector destinado a la cocina una segunda puerta daba a un pequeño patio donde se hallaban el baño y un gran piletón que servía de lavadero. Todo el ambiente se hallaba igualmente pintado de color blanco y el escaso mobiliario se reducía, además de la mesa citada y sus dos sillas, a un par de modulares con estantes y dos muebles bajos con puertas, uno de los cuales soportaba un pequeño televisor.

(continuará)


sábado, 16 de enero de 2010

EL MONSTRUO

La habitación de Juancito tenía la virtud de poseer una gran ventana, algo que no podía ofrecer la de su hermano Abel, cuatro años mayor que él. Aunque era algo más grande, el cuarto de Abel sólo tenía dos pequeños ventiluces situados en la parte alta de la pared pero aún así él la había preferido porque era la habitación de mayor tamaño. Para neutralizar la ventaja de su hermano Abel solía decirle que debía tener cuidado con esa ventana, pués por las noches podría colarse fácilmente algún intruso. Pero, a pesar de la intencionada advertencia, Juancito estaba contento con su ventana.
La abertura daba a un patio interno de modestas dimensiones al cual se accedía mediante una puerta ubicada al final de la cocina. El patio, a su vez, albergaba varios macetones con plantas diversas de considerable tamaño y mostraba un piso de madera al cual el tiempo había tornado vetusto. Durante el día la luz y el sol inundaban la habitación con radiante luminosidad, pero por las noches el viento movía las grandes hojas de las plantas y éstas proyectaban sobre los cristales caprichosas sombras que dibujaban erráticas y sugestivas formas. Esto, sumado al tenue sonido que producía el roce de las hojas, perfectamente audible en la quietud de la noche, estimulaba a menudo en Juancito la imaginación y la fantasía que a los diez años todavía permanecen intactas.
Pero esa noche era diferente. Más allá de las cambiantes sombras sobre la ventana, que aún a fuerza de costumbre no dejaban de resultar preocupantes, Juancito escuchó con claridad el crujir del piso de madera, sonido que el viento era incapaz de producir y que sólo podía escucharse si alguien, o algo, caminaba sobre él. Sintió como se aceleraban los latidos de su corazón y mientras observaba fijamente las movedizas figuras en la ventana experimentó una sensación extraña y ambigua, entre tranquilidad forzada y temor. Y aún cuando la puerta del patio siempre permanecía cerrada por las noches para Juancito la certeza no podía resultar más inquietante: algo caminaba ahí afuera.
La tranquilidad pronto se esfumó y quedó sólo el temor, que se convirtió rápidamente en miedo. Aunque se había tapado con la sábana hasta la cabeza no podía evitar pensar en las palabras de su hermano. Sintió un escalofrío de sólo imaginar que el intruso pudiera entrar de alguna forma y hasta le pareció sentir su presencia al pié de la cama.
Se destapó de golpe y miró a su alrededor. No había nadie. Volvió a escuchar el crujido de la madera, ésta vez más claramente, más cercano, inminente. No aguantó más. Se levantó de la cama lentamente, con todo el sigilo posible, y se acercó a la ventana. Se detuvo a una distancia prudencial mientras observaba las sombras que continuaban danzando sobre el cristal. A pesar del miedo Juancito sentía en su cuerpo una sensación extraña que lo obligaba a actuar. El cerebro lúcido, las pupilas dilatadas, los sentidos alerta. Y aunque poco sabía de adrenalina recordaba que su padre lo había resumido un día con simpleza: "A veces un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer, y sin medir riesgos", había dicho, y entonces comprendió que la sentencia se refería sin duda a éste tipo de situaciones.
Imbuído de un repentino valor caminó con paso firme hacia la ventana. Miró a través del vidrio y observó el pequeño patio con macetones pero no vió a nadie. Una sensación de alivio recorrió su cuerpo y los músculos se relajaron, pero un nuevo y sonoro crujido volvió a helar su sangre. No había dudas: esa cosa estaba ahí, justo frente a él, apenas al otro lado de la ventana. ¿ Qué hacer?

Pensó en llamar a su padre pero descartó la idea de inmediato. Se mofaría de él y le diría una vez más que ya estaba grandecito para tonterías. Otra posibilidad era acostarse y taparse completamente pero ésto tampoco lo convenció. Jamás lograría dormirse en semejante situación y, aún peor, quedaría a merced del monstruo y sus garras. Entonces comprendió que no había opción: tendría que enfrentarlo. La suerte estaba echada y no volvería atrás.
Respiró hondo y sintió que el aire inundaba sus pulmones y sus venas mientras una cálida sensación tensionaba todos los músculos de su cuerpo. Levantó su mano y la dirigió hacia la ventana. Descorrió el cerrojo lentamente mientras se repetía: "A veces un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer". Su corazón latía aceleradamente en su pecho y en las sienes. "Sin medir riesgos", remató, y abrió por fin la ventana completamente.
Sintió en su cara el aire fresco de la noche pero no vió a nadie. Se acercó aún más y observó detenidamente el patio. Sólo estaban los conocidos macetones y las grandes plantas. Sintiéndose más tranquilo se recostó contra el marco mientras pensaba que quizás todo había sido simplemente una ilusión, una mala jugada de su imaginación. Pero de pronto ocurrió algo inesperado que lo sacudió de espanto: desde lo bajo de la ventana y frente a sus ojos comenzó a erguirse una sombra difusa y espectral, de aspecto semihumano. Bajo la suave luz de la Luna semejaba un bulto informe cubierto con una gran lona. La cosa terminó por fin de levantarse y moviendo lo que parecían ser sus brazos emitió un gruñido gutural, grave, gangoso.
Juancito estaba parado frente al monstruo petrificado de terror, pero entonces ocurrió lo increíble. Impulsado por algún desconocido instinto, cerró su puño derecho como le había enseñado su padre: primero los dedos largos, luego el pulgar. Llevó el brazo hacia atrás y descargó un puñetazo con toda su fuerza hacia el lugar donde supuso que debería estar el horrendo rostro de la bestia. El gruñido cesó de inmediato, y mientras Juancito se acomodaba para un segundo golpe la criatura llevó sus manos hacia el lugar del impacto e increíblemente...comenzó a sollozar.
La inesperada reacción sumió a Juancito en la confusión, por lo que prefirió actuar con prudencia. Cerró apresuradamente la ventana y se alejó unos pasos, mientras el dantesco bulto desaparecía velozmente del patio. La situación parecía dirimida pero Juancito se hallaba como poseído por una excitación extrema, una sensación que no había experimentado nunca antes y que lo impulsaba a desafiar el peligro. Estaba dispuesto a terminar la faena.
Se acercó nuevamente a la ventana y la abrió sin pensarlo, se asomó al patio, miró hacia arriba, abajo, a los costados. Nada. El monstruo parecía haber tenido lo suficiente y había huído cobardemente. Envalentonado, se quedó un instante acodado en el marco de la ventana en actitud desafiante y provocativa. Luego la cerró y se dirigió satisfecho a su cama.
Se acostó sin cubrirse mientras repasaba mentalmente la increíble aventura. ¿De dónde había salido esa cosa?, ¿Cómo había entrado al patio?, ¿Por dónde se fué? Pero los detalles poco importaban. Se sentía asombrado de su propio valor y orgulloso de su coraje. Había aprendido que podía enfrentar sus miedos y vencerlos.
Abel también había aprendido lo suyo. Mientras frotaba su dolorida nariz y acomodaba la sábana nuevamente en su cama decidió que en adelante buscaría una forma menos peligrosa de molestar a su hermano.
Ya cuando el sueño comenzaba a dominarlo, Juancito pensó que si contaba lo sucedido a su familia nadie jamás le creería y seguramente se burlarían de él. De manera que, muy a su pesar, decidió conservar el secreto. No contaría nunca a nadie lo ocurrido esa noche. Abel, por supuesto, tampoco.

©Horacio Benites

Un nuevo año

Hola amigos! Luego del paréntesis motivado por las celebraciones del cambio de año volvemos a encontrarnos, con ganas y energías renovadas. Quizás la actividad del blog sea un poco menor por éstos días. Ello se debe a que me encuentro preparando los detalles inherentes a la próxima publicación de algunas de mis obras. Aún así, les ofreceré en la siguiente entrada un nuevo relato que espero será de vuestro agrado. Confío en que el año que se inicia sea de bonanza para todos y pleno de sueños y proyectos, ya que son éstos los que dan el verdadero sentido a la Vida. Mis mejores deseos para todos!