La habitación de Juancito tenía la virtud de poseer una gran ventana, algo que no podía ofrecer la de su hermano Abel, cuatro años mayor que él. Aunque era algo más grande, el cuarto de Abel sólo tenía dos pequeños ventiluces situados en la parte alta de la pared pero aún así él la había preferido porque era la habitación de mayor tamaño. Para neutralizar la ventaja de su hermano Abel solía decirle que debía tener cuidado con esa ventana, pués por las noches podría colarse fácilmente algún intruso. Pero, a pesar de la intencionada advertencia, Juancito estaba contento con su ventana.
La abertura daba a un patio interno de modestas dimensiones al cual se accedía mediante una puerta ubicada al final de la cocina. El patio, a su vez, albergaba varios macetones con plantas diversas de considerable tamaño y mostraba un piso de madera al cual el tiempo había tornado vetusto. Durante el día la luz y el sol inundaban la habitación con radiante luminosidad, pero por las noches el viento movía las grandes hojas de las plantas y éstas proyectaban sobre los cristales caprichosas sombras que dibujaban erráticas y sugestivas formas. Esto, sumado al tenue sonido que producía el roce de las hojas, perfectamente audible en la quietud de la noche, estimulaba a menudo en Juancito la imaginación y la fantasía que a los diez años todavía permanecen intactas.
Pero esa noche era diferente. Más allá de las cambiantes sombras sobre la ventana, que aún a fuerza de costumbre no dejaban de resultar preocupantes, Juancito escuchó con claridad el crujir del piso de madera, sonido que el viento era incapaz de producir y que sólo podía escucharse si alguien, o algo, caminaba sobre él. Sintió como se aceleraban los latidos de su corazón y mientras observaba fijamente las movedizas figuras en la ventana experimentó una sensación extraña y ambigua, entre tranquilidad forzada y temor. Y aún cuando la puerta del patio siempre permanecía cerrada por las noches para Juancito la certeza no podía resultar más inquietante: algo caminaba ahí afuera.
La tranquilidad pronto se esfumó y quedó sólo el temor, que se convirtió rápidamente en miedo. Aunque se había tapado con la sábana hasta la cabeza no podía evitar pensar en las palabras de su hermano. Sintió un escalofrío de sólo imaginar que el intruso pudiera entrar de alguna forma y hasta le pareció sentir su presencia al pié de la cama.
Se destapó de golpe y miró a su alrededor. No había nadie. Volvió a escuchar el crujido de la madera, ésta vez más claramente, más cercano, inminente. No aguantó más. Se levantó de la cama lentamente, con todo el sigilo posible, y se acercó a la ventana. Se detuvo a una distancia prudencial mientras observaba las sombras que continuaban danzando sobre el cristal. A pesar del miedo Juancito sentía en su cuerpo una sensación extraña que lo obligaba a actuar. El cerebro lúcido, las pupilas dilatadas, los sentidos alerta. Y aunque poco sabía de adrenalina recordaba que su padre lo había resumido un día con simpleza: "A veces un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer, y sin medir riesgos", había dicho, y entonces comprendió que la sentencia se refería sin duda a éste tipo de situaciones.
Imbuído de un repentino valor caminó con paso firme hacia la ventana. Miró a través del vidrio y observó el pequeño patio con macetones pero no vió a nadie. Una sensación de alivio recorrió su cuerpo y los músculos se relajaron, pero un nuevo y sonoro crujido volvió a helar su sangre. No había dudas: esa cosa estaba ahí, justo frente a él, apenas al otro lado de la ventana. ¿ Qué hacer?
Pensó en llamar a su padre pero descartó la idea de inmediato. Se mofaría de él y le diría una vez más que ya estaba grandecito para tonterías. Otra posibilidad era acostarse y taparse completamente pero ésto tampoco lo convenció. Jamás lograría dormirse en semejante situación y, aún peor, quedaría a merced del monstruo y sus garras. Entonces comprendió que no había opción: tendría que enfrentarlo. La suerte estaba echada y no volvería atrás.
Respiró hondo y sintió que el aire inundaba sus pulmones y sus venas mientras una cálida sensación tensionaba todos los músculos de su cuerpo. Levantó su mano y la dirigió hacia la ventana. Descorrió el cerrojo lentamente mientras se repetía: "A veces un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer". Su corazón latía aceleradamente en su pecho y en las sienes. "Sin medir riesgos", remató, y abrió por fin la ventana completamente.
Sintió en su cara el aire fresco de la noche pero no vió a nadie. Se acercó aún más y observó detenidamente el patio. Sólo estaban los conocidos macetones y las grandes plantas. Sintiéndose más tranquilo se recostó contra el marco mientras pensaba que quizás todo había sido simplemente una ilusión, una mala jugada de su imaginación. Pero de pronto ocurrió algo inesperado que lo sacudió de espanto: desde lo bajo de la ventana y frente a sus ojos comenzó a erguirse una sombra difusa y espectral, de aspecto semihumano. Bajo la suave luz de la Luna semejaba un bulto informe cubierto con una gran lona. La cosa terminó por fin de levantarse y moviendo lo que parecían ser sus brazos emitió un gruñido gutural, grave, gangoso.
Juancito estaba parado frente al monstruo petrificado de terror, pero entonces ocurrió lo increíble. Impulsado por algún desconocido instinto, cerró su puño derecho como le había enseñado su padre: primero los dedos largos, luego el pulgar. Llevó el brazo hacia atrás y descargó un puñetazo con toda su fuerza hacia el lugar donde supuso que debería estar el horrendo rostro de la bestia. El gruñido cesó de inmediato, y mientras Juancito se acomodaba para un segundo golpe la criatura llevó sus manos hacia el lugar del impacto e increíblemente...comenzó a sollozar.
La inesperada reacción sumió a Juancito en la confusión, por lo que prefirió actuar con prudencia. Cerró apresuradamente la ventana y se alejó unos pasos, mientras el dantesco bulto desaparecía velozmente del patio. La situación parecía dirimida pero Juancito se hallaba como poseído por una excitación extrema, una sensación que no había experimentado nunca antes y que lo impulsaba a desafiar el peligro. Estaba dispuesto a terminar la faena.
Se acercó nuevamente a la ventana y la abrió sin pensarlo, se asomó al patio, miró hacia arriba, abajo, a los costados. Nada. El monstruo parecía haber tenido lo suficiente y había huído cobardemente. Envalentonado, se quedó un instante acodado en el marco de la ventana en actitud desafiante y provocativa. Luego la cerró y se dirigió satisfecho a su cama.
Se acostó sin cubrirse mientras repasaba mentalmente la increíble aventura. ¿De dónde había salido esa cosa?, ¿Cómo había entrado al patio?, ¿Por dónde se fué? Pero los detalles poco importaban. Se sentía asombrado de su propio valor y orgulloso de su coraje. Había aprendido que podía enfrentar sus miedos y vencerlos.
Abel también había aprendido lo suyo. Mientras frotaba su dolorida nariz y acomodaba la sábana nuevamente en su cama decidió que en adelante buscaría una forma menos peligrosa de molestar a su hermano.
Ya cuando el sueño comenzaba a dominarlo, Juancito pensó que si contaba lo sucedido a su familia nadie jamás le creería y seguramente se burlarían de él. De manera que, muy a su pesar, decidió conservar el secreto. No contaría nunca a nadie lo ocurrido esa noche. Abel, por supuesto, tampoco.
©Horacio Benites
sábado, 16 de enero de 2010
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