domingo, 20 de septiembre de 2009

AUTOENCUENTRO

Cultiva el lado bueno de tu naturaleza y ayúdalo a crecer vigoroso; el otro no necesita cuidados, crecerá solo.

AUTOENCUENTRO
Quizás era la falta de descanso, pues anoche se había acostado tarde. O quizás fuera el siempre ajustado presupuesto que también anoche había estado revisando. Lo cierto era que esa mañana su natural indisposición para la sociabilidad se hallaba exacerbada. Sólo quería cubrir las cinco cuadras que lo separaban de su lugar de trabajo lo más rápidamente posible, y cuanto menos gente cruzara en su camino, mejor.
Cuando el semáforo de Cerrito lo detuvo encendió un cigarrillo y esperó impaciente. A sus espaldas pudo escuchar a una mujer que detallaba el lugar a otra persona.
-Esta es la Avenida 9 de Julio - decía - y ese es el Obelisco.-
Su acento era decididamente sudamericano, pero a él se le antojó que debía ser peruana.
Los autos pasaban a gran velocidad mientras la mujer continuaba su minuciosa descripción, llamando la atención el hecho que la otra persona no dijera una palabra.
-¡Esto sí que está bueno! - pensó - Estos no sólo vienen a robar acá sino que además se traen la parentela y se hacen los guías de turismo. Bueno, es lógico - continuó -, allá se mueren de hambre. Prefieren venir a un país civilizado a trabajar de fregonas y aunque no ganen mucho siempre estarán mejor.
Pero no era suficiente. Sintió que debía haber alguna razón más para odiarlos.
- Claro, de paso usan gratis los hospitales y los servicios públicos que pagamos nosotros, total ellos se dedican a robar o trabajan en negro y no aportan nada. Así fomentan la desocupación.- explicó.- ¡Habría que meterlos a todos en un camión y mandarlos de vuelta a su país! -remató - ¡Si serán ignorantes que ella habla y el otro ni siquiera le contesta!.-
Al cambiar el semáforo, y a pesar de su apuro, caminó lentamente pues quería ver a éstos sujetos. Los otros se adelantaron y cuando estuvieron junto a él los miró con desprecio.
La mujer era morena y rolliza, de cara redonda y aspecto pueblerino. El muchacho que la acompañaba, muy flaco y de hombros enjutos, tendría unos veinte años y sujetaba firmemente la mano de ella. Sus piernas estaban visiblemente torcidas, lo que lo obligaba a caminar con un movimiento grotesco. Su brazo derecho padecía igual deformidad, inmóvil junto a su cuerpo. En su rostro podían verse los signos de un mogolismo irreversible.
La mujer notó que él los miraba.
- Es mi hermano - dijo con orgullo, y explicó: - Cuando me vine se puso muy triste pero le prometí que lo traería algún día. Soy su única familia y en el orfanato lo trataban muy mal. A veces incluso le pegaban. Ahorré cada peso como pude, trabajando hasta dieciséis horas al día, pero al final le cumplí! Era su sueño y ahora está feliz, vé? - dijo señalándolo. En la cara deforme del muchacho se dibujaba una estúpida e infantil pero feliz sonrisa.
- Claro..., está muy bien.- dijo él.
Mientras la mujer continuaba describiéndole el lugar los ojos enormes del chico parecían querer abarcarlo todo. Había más vida en ellos que en todo el resto de gente que los rodeaba.
Los otros se alejaron y él continuó su paso con lentitud, olvidando su apuro, el presupuesto y la gente. No podía evitar sentirse un imbécil, una basura. Hubiese querido correr, alcanzarlos, pedir perdón; pero no lo haría. La estupidez es muy difícil de explicar.
Quizás fué en ese momento que comprendió un poco más sus propias limitaciones, su propia debilidad. Y quizás entendió además que, a pesar de su aparente normalidad, él también podía ser un minusválido.
©Horacio Benites

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